Fue trepidante. El final, el partido, la segunda parte. Uno de esos Sevilla-Atlético que queman. Intenso en cada duelo, en la disputa de cada balón. Con polémica, goles anulados, penaltis fallados, muchos casis, revisiones de VAR y un rugido en la hierba y en la grada que fue subiendo decibelios según pasaban los minutos, que lo último que habían los dos equipos antes de saltar a la hierba había sido el bofetón del Levante al Barça, la posibilidad de ganar y ser líder.
Se había descosido el Atleti en la primera parte por el flanco más inesperado. El que nunca falla, el que siempre está: el santo de tantos días, Jan Oblak, ayer simplemente mortal. Su mano milagro se venció como si fuese de blandiblú en el primer disparo del Sevilla a portería en el partido, a la media hora, a balón parado. La puso con mimo Banega al corazón del área. Se congeló Lodi, se movió Franco Vázquez para llegar desde segunda línea y rematar solo en el punto de penalti. Le botó raro el balón ante los ojos. Reaccionó tarde el portero. 1-0. La kriptonita con la que Lopetegui había recibido a Simeone estaba funcionando.
Un Sevilla en el que Gudelj se incrustaba entre los centrales para hacer una línea de tres, eso que tanto se le atraganta al Cholo, que le tuerce los partidos. Franco Vázquez y Óliver daban un paso atrás para equilibrar el centro y Navas y Reguilón, que llegó, dos laterales que parecían extremos. En el ataque a De Jong le acompañaba una bestia, Lucas Ocampos, durante muchos minutos un dolor para Lemar: no dejabaja de moverse por todo el ataque.
El Atleti salió con las líneas tan juntas que se amalgamó, perdió todo el juego por dentro, con un triste Lemar y un discurso que suena vulgar para una plantilla con estos jugadores: balones largos, sólo balones largos, y así fue pasando el tiempo mientras Óliver se movía entre líneas con la brújula en la mano.
El gol de Franco Vázquez agudizó todos los problemas del Atlético, que no reaccionó al golpe. Estaba perdido, sobrepasado, acelerado, equipo ni-ni. Ni ataque ni defensa. De crear fútbol ni hablamos. Se añora aquel Atleti que salía a comerse partidos y rivales a dentelladas. Quizá por eso en cuanto el árbitro pitó el descanso, del banquillo del Atlético salió un futbolista como bestia encerrada en un establo a calentar con el Profe Ortega. Diego Costa.
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No había comenzado la segunda parte y el partido ya era otro. Con Costa entraba al partido otro jugador, Arias, que ocupaba el sitio de Trippier. Voilà. Tan fácil era. El Atlético comenzó a ser el Atlético. La kriptonita la llegaba ahora Simeone en la mano. Era Costa, el Costa de siempre, el que no atufa a exjugador, corriendo por él y contra todos sus demonios, quemando la hierba. Los quince minutos que siguieron fueron los mejores del Atlético en la temporada. Intensísimo, feroz en la recuperación, con circulaciones rapidísimas.
A los diez minutos Costa había marcado tras hurgar a la espalda de Navas. Pero el gol bajó del marcador por aviso de VAR: Correa, que le había asistido, estaba en fuera de juego. Dio igual. Cuatro minutos después ahí estaba de nuevo: lo había llevado Morata, de cabeza, tras un balón con lazo de Arias. Todo se había iniciado en Correa, cómo no, ahora era el futbolista que jugaba con brújula. Era el 70’ cuando González González sentía un pitido en la oreja: la falta anterior de Gudelj sobre Koke había sido dentro del área, no fuera. Penalti. Costa caminó hacia el balón, lo cogió y miró a Vaclik como Harry el Sucio antes de un duelo. Pero, como decía Stephen King, “los monstruos son reales, y los fantasmas también: viven dentro de nosotros y, a veces, ellos ganan”. Paró el portero. Y volvió a hacerlo ante Koke, a quien cayó el rechace.
Quitó Lopetegui a Óliver, ordenó a sus hombres, comenzaron a caer puñetazos también en la portería de Oblak. Casi De Jong, casi Reguilón, casi Chicharito, casi de Banega. La pelota iba, venía, peligro en las dos áreas, pero con Costa iban sus fantasmas y por el VAR no pasó esa última jugada en el descuento. Morata caía en medio del tumulto, en la misma línea de gol, sobre varios jugadores del Sevilla, entre ellos Koundé, que pudo evitar que el balón traspasara la cal con la mano. Pero ni el árbitro quiso meterse en el lío y tampoco hubo un tercer pitido de VAR. En eso también empataron los dos equipos mientras el ruido a su alrededor ya era ensordecedor, de quemar hasta reventar los tímpanos.