Como dijo Marx, la historia se repite. La primera vez como tragedia (Champions), la segunda como farsa (Supercopa de España). Lo mismo, lo ya vivido: cerocerismo cholista llevado al límite en 120 minutos para acabar con un panenka vencedor de Ramos en una tanda de penaltis en el estadio King Abdullah.
La final de la Supercopa, que de creer a Rubiales ha pasado de ser un torneo veraniego a un instrumento de liberación de la mujer saudí, fue, hasta la prórroga, una exportación de sopor.
Zidane salió con los cinco medios, el pentacampismo, con un sorprendente Valverde haciendo de Míchel por la banda. Valverde sería clave con su acción defensiva final.
El Atlético se replegaba y mezclaba ese repliegue con espasmódicos latigazos, apenas convulsiones atacantes de Morata, que define el carácter del equipo más que Joao Félix, perdido en el universo cholista.
El Madrid empezó domininando y extendiendo a lo largo del área una corona de centrocampistas que chutaban flojo desde media distancia.
Simeone miraba el partido como quien busca amor en una rave. Como si litros de cafeína gritaran por sus ojos. Lo que estaba viendo desde la banda le disgustaba, ¡había demasiada vida en ese partido para que pudiera sentirse feliz!
Si Simeone fuera tratado como Mourinho alguien titularía mañana: Simeone le pone un burka al fútbol.
Joao Félix desperdició una dádiva de Ramos, que todos los partidos cede caritativamente el 0’5% del PIB madridista a algún delantero rival.
Pero alrededor del minuto 20, el Atlético tuvo un punto brillante de presión (ocasión de Morata). Se hizo más alta, hasta yugular la salida del balón en el Madrid. Simeone ponía sus dos manos tácticas sobre el blanco cuello del Madrid y apretaba.
El partido, como siempre que él está por medio, luchaba por ser. Era una agónica lucha por existir como manifestación deportiva. Sufría una auténtica “reductio ad Cholum”.
En ese contexto, la amarilla que el árbitro le sacó a Felipe en el 27 fue exótica como un papagayo.
El Madrid tenía muchos medios, pero poca paciencia. A la altura de la media hora comenzó a tocar con mejor intención. Isco y Modric aparecían por fin con algo de sensibilidad.
EL derbi parecía un juego de Enredos, con Real y Atlético entrelazados en una figura incomprensible. Era el triunfo de Simeone, aunque en el ataque rojiblanco no pasara nada.
Cuando el toque del Madrid quiso ser más metódico tampoco deparó gran cosa: un chut de Mendy, un remate de Casemiro, poco más.
El Atlético empleaba el partido en construir una muro con forma de círculo en el que acabar encerrándose.
¿Cómo mirarían esto las mujeres a las que Rubiales vino a liberar con su Supercopa? ¡Esos ojos misteriosos de la mujer árabe ya eran ojos de tedio! ¡Rubiales, con la ayuda del pentacampismo y el Cholismo, estaba adormeciendo la vivaz mirada de la mujer árabe!
Al descanso, el partido era una pequeña catástrofe cultural.
Al inicio de la segunda parte, el Madrid pareció querer replegarse, encontrar algún espacio, y Jovic apareció con un par de ocasiones, una muy buena tras pase de Modric. Sin jugar del todo bien, pudo marcar.
Simeone estiró a su equipo, o más bien lo animó, sacando a Vitolo por Herrera y Zidane retiró a Isco, encadenado como el eros de Edmundo Arrocet, por Rodrygo que tuvo solo iniciativa.
Y el partido, que ya era en sí mismo bastante traumatológico, se hizo más con una posible lesión de Ramos al saltar.
El Madrid tenía una posesión cansina, pero aun así pudo marcar. Valverde tuvo un remato claro en el área, minuto 66, pero demostró que algo al menos no le sale bien: el cabezazo.
Una Supercopa tiene que acabar 3-4 entre correcalles. Así que había algo impropio, un rigor exagerado allí, y la tensión se fue convirtiendo en aburrimiento.
El Atlético volvió a chutar en el 79, mediante Morata. El Atlético había pasado gran parte del tiempo ajeno la existencia de algo llamado portería, como si eso fuera una responsabilidad de los “ricos”.
Para colmo, al final de todo había grandes porteros. En los minutos finales, Mariano hizo lucirse a Oblak; también Rodrygo, que remató solo un poco mejor que Vinicius. Thomas exigió a su vez a Courtois. El partido se hacía disfrutable en el descuento y en el Atlético, con un buen Saúl, asomaba una mayor fuerza.
Hubo una falta de Modric, de amarilla, y Simeone, exaltado en su nihilismo, pedía roja, roja, pero el árbitro lo que pitó fue la prórroga. Dada la naturaleza del partido, la infligió.
Los centros del Madrid eran como envios que catapultas laterales lanzasen sin convicción alguna contra las orgullosas almenas rojiblancas.
El dominio del Madrid era puramente formal y completamente indoloro, como si se hubiesen olvidado al Atlético atado en la celda de castigo.
Pero el derbi es un obsesión que se desencadena en los descuentos. En un córner en el minuto 104, el madridismo local, árabe, pero madridismo al fin y al cabo, gritaba: ¡Ramos, Ramos!
Hubo toma y daca en la prórroga. El Atlético también llegó, pero en las extremidades del partido aparecieron las extremidades de los porteros: Courtois y Oblak, ya en talla titánica, que le sacó una doble ocasión a Modric y Mariano.
El partido, que había sido la apoteosis de un cainismo de goma o corchopán, se ponía a colear nervioso como una merluza extraditada. Brillaban los defensas, Ramos y Felipe, pero fue Valverde el que a cambio de la roja salvó al Madrid en una clara contra en que Morata, muy al final, se iba solo ante Courtois. Fue la acción clave. Otra vez Valverde.
El derbi se ponía frenético cuando ya no había nada que “temporizar” y había vencido Simeone llevando exitosamente el partido a los penaltis. Una vez allí, sus jugadores se encontraron con el trauma: Courtois, el palo y Ramos apuntillando con un panenka que tuvo regusto europeo. Repetir lo mismo esperando un final distinto es la definición de locura. Y todo esto, por una Supercopa. Otra frustración para el extenuante cholismo, y otra final jugada y ganada por Zidane, el de la intacta flor.